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Domingo 24 de junio de 2018
Fragata Libertad: la fantástica travesía de los millennials (entrerriana a bordo)
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Les dicen Los Esmerados, apodo que remite al esfuerzo y la voluntad, aunque tienen más virtudes: por eso se impusieron en el darwinismo marino. Para decirlo más sencillo: son quince jóvenes, cuyo promedio de edad no supera los 23 años, elegidos en distintos países para esta travesía interoceánica de ocho meses por los mares del fin mundo. Tripulantes millennials del 47° viaje de instrucción de guardiamarinas en la Fragata Libertad, alrededor de América Latina.

Además de esta experiencia que los marcará para siempre, los une haber sido los mejores promedios de las instituciones a las que representan. El resto es heterogéneo, empezando por sus culturas y países de origen: Argentina, Paraguay, Chile, Brasil, Perú, Bolivia, España. Viva navegó con ellos el trayecto desde Ushuaia hasta Punta Arenas, Chile, en un viaje de aprendizaje, de iniciación, de ensueño, de aventura.

Toque de Diana: 6.30 am. Todos arriba, mientras el buque escuela surca las aguas australes. Desayuno en la camareta GUCOM (Guardiamarinas en Comisión): café o té con leche con tostadas de pan blanco, manteca y mermelada. Hay cuatro cámaras que dividen a los navegantes según el oficio y la jerarquía: oficiales, guardiamarinas, suboficiales y cabos. Las tareas y las clases diarias están por comenzar. Nos preguntamos: ¿qué mueve a esta generación siglo XXI que pronto custodiará los mares? ¿Cuáles son sus anhelos? ¿Cómo lograron descollar en lo académico y estar acá?

Lucas Valor, de 21 años, es de Hersilia, pueblo santafecino de 4.000 habitantes. Tenía 10 años cuando un amigo, cadete de la Armada que lo doblaba en edad, le mostró fotos y videos de una campaña antártica en la que había participado. Lucas miró con atención a esos buques y helicópteros, a su amigo, con una campera fluorescente, abasteciendo las bases argentinas. Desde ese instante, supo que quería ser eso o algo que se pareciera.

“En mi pueblo se sabía poco y nada sobre la Marina. Quizás por eso cuando les insistía a mis padres que quería embarcarme no me tomaban en serio. En un pueblo con vacas, agricultura y tambos, aquella institución no existía”, recuerda. Pero, cuando terminó quinto año, convenció a sus padres, empleados en cooperativas del campo, y viajó casi 800 kilómetros hasta Río Santiago, para empezar la Escuela Naval como pupilo. Su primera vez lejos de Hersilia.

En tercer año, viajó a la Base Orcadas, en la Antártida. Recién entonces se sintió como en aquella foto que había visto en su infancia: con la campera fosforescente, frente al viento helado. Registró la imagen para sus padres. Hoy es el mejor promedio de su promoción de guardiamarinas, aunque no alardea: “No hay mucha distancia académica con el resto; muchos son muy buenos”, dice. De cara a las olas, cuenta su nuevo sueño: ser piloto naval. Algún día querrá volver a Hersilia, dice, pero ahora es el momento de la acción, no del recuerdo.

Además, es mejor evitar la nostalgia. Al estar embarcados, Los Esmerados pasan la mayor parte del tiempo sin señal en el celular, desconectados. La abstinencia tecnológica se termina al aproximarse a puerto, cuando, si no están de guardia ni con una tarea específica, se les permite hablar y comunicarse por internet. En ese momento, la dotación, 315 personas, corre a popa o a cubierta en busca de señal para el celular. Los millennials, instruidos para andar con la frente en alto, se encorvan sobre sus aparatos o mueven los teléfonos para mostrarles los paisajes a padres, novios, novias, parientes o amigos.

Hablamos ahora con Edhylen Rojas Coronel. Para ella, todo fue tan bravo como este mar austral: por su condición de mujer, por su origen humilde, por haber nacido en un país sin salida al mar, Bolivia. Tiene 24 años, es de Cochabamba. Su primera vocación fue la Medicina, pero su padre, suboficial de la Marina boliviana, no podía pagarle los estudios. El hermano mayor de ella era oficial de esa misma Fuerza, limitada a la navegación por lagos y ríos. Edhylen quería imitarlo y, al menos, asegurarse el futuro. Dependía de que se cumpliera una información que tenía: que su país iba a incorporar mujeres a la Armada.

En 2010, Rojas Coronel se zambulló en el estudio. Pero todo se frustró cuando le confirmaron que ese año no abrirían cupos femeninos. Al siguiente, se encontró con la misma imposibilidad. Sin embargo, se enteró de que cinco mujeres bolivianas habían regresado con títulos de oficiales tras un entrenamiento de intercambio con la marina de Venezuela. Al ver la decepción de Edhylen, su padre le ofreció hacer un esfuerzo extremo y costearle los estudios de Medicina. Pero ella persistió y la tercera fue la vencida. Lo logró. Ahora saborea una doble victoria: ser mejor promedio de la primera promoción de mujeres formadas en su país.

Con espíritu patriótico, dice que sus años de alistamiento le acentuaron una pena histórica, “la que data de 1879, cuando Chile invadió Antofagasta y Bolivia perdió su salida al mar”. Y agrega: “El único anhelo que tengo para mí y para mi pueblo es recuperarla. Nosotros, cada 23 de marzo, recordamos el día del mar. Es una fecha de esperanza, en la que ansiamos que la diplomacia y las formas pacíficas se concreten”.

Alguien anuncia por un altavoz: “Zafarrancho para guardiamarinas”, que no es una invitación al descontrol sino la orden de almuerzo. Son las 11.45. Hora de comidas caseras, preparadas a bordo, y servidas por cabos camareros. El menú cambia a diario. El sistema antideslizante, para evitar que vuelen platos y utensilios, no: la base es un mantel con un entretejido especial, estilo rejilla. El alcohol está prohibido. Fuera de la comida que se sirve a bordo, lo más codiciado en la fragata son los chocolates, uno de los productos que Los Esmerados compran en cada puerto, donde además pueden gozar de un tiempo libre, siempre que cumplan estrictamente con la hora de regreso estipulada.

El argentino Francisco Machinandiarena, 24 años, de Villa Urquiza, muestra, como su colega boliviana, espíritu nacionalista. Desde chico se sintió atraído por los símbolos patrios y se propuso portar la bandera. Lo logró en quinto año, cuando fue abanderado. Después dio el examen de ingreso al Colegio Militar y entró sin problemas. Fueron cuatro años y medio como pupilo en El Palomar, donde finalmente se graduó con el mejor promedio. Como Valor, evita las jactancias.

“Hoy me tocó a mí. En otras circunstancias puede tocarle a otro. Porque el afán de competencia no es individual. Para nosotros competir es camaradería. Sólo así somos mejores”, afirma. Embarcado por primera vez, y único representante del Ejército en la fragata, casi todo le resulta asombroso. Que a las manzanas y naranjas les hagan un corte en la base para que no rueden, por ejemplo; y todas las normas antideslizantes. “Al estar ocho meses durmiendo todos juntos en el sollado (una de las cubiertas inferiores), en cuchetas marineras, una arriba de la otra, el conocimiento con los compañeros es profundo. Los lazos que se forman acá difícilmente podrán resquebrajarse con los años”, dice.

Cada esmerado, entre los que hay dos españoles, Rafael Montojo y Alberto Sandín, tiene las características de cualquier millennial, pero con la personalidad trabajada por el verticalismo militar. A bordo, van a clases y estudian. En los tiempos libres, miran películas. Siguen el Mundial, desde altamar, en un televisor de 70 pulgadas con conexión satelital. Y un dato: los romances están permitidos, siempre y cuando no interfieran “con el desempeño ni con las buenas formas”.

Celeste Melgarejo tiene 21 años y también está embarcada por primera vez. Ni siquiera había navegado en un bote o una lancha. Su preocupación era cómo iba a tolerar los vaivenes del barco. Pero esa incertidumbre ya se le fue y ahora disfruta del aprendizaje y de “los lazos que surgen de la convivencia a bordo, una marca de por vida”. Celeste es policía, oficial ayudante. No fue mejor promedio de su promoción. Pero, ante la invitación de la Armada, en la institución la eligieron por sus records académicos para viajar en la Fragata Libertad. Fue poco antes de que zarpara. Al principio, la noticia no la honró: le provocó una suerte de temor paralizante. Ese miedo ya se disipó.

Camila Kemerer, de Paraná, Entre Ríos, no pertenece a ninguna institución militar ni de seguridad. Es arquitecta. Un proyecto suyo, vinculado al desarrollo de los puertos y la integración con la ciudadanía, más una carta de motivación donde contaba que su hermano es guardiamarina, le dieron su lugar en el buque.

El mismo lugar al que aspiran, entre otros, los cadetes de la Escuela Naval de Paraguay, país que tampoco tiene salida al mar. Saben que el mejor promedio recibe una invitación y luchan por ella. Juan Bautista Oviedo, hijo único de docentes temerosos de que fuera marino, fue el elegido. Se graduó primero como suboficial y luego como guardiamarina con las mejores calificaciones. Después, sus superiores lo incitaron a que siguiera la carrera de oficial, contra el deseo familiar.

“Para mí fue como recibirme de enfermero y que los oficiales me empujaran a ser médico. Paraguay es un país fluvial, para cualquier navegante siempre hay una ribera cerca”, asegura. Y ahora, mientras navega aguas embravecidas y saladas, recuerda otras cosas que acaba de conocer: la nieve, por ejemplo; allá, en los picos montañosos de Ushuaia, y en las neviscas sobre el mar. El año pasado, explica, el mejor promedio de Paraguay fue una mujer, que ahora comanda la instrucción en la Armada de su país: “Ella tiene una regla infalible para contagiar la pasión por la navegación: transmite todo lo aprendido en la Fragata Libertad”. En octubre, cuando el buque escuela atraque en Buenos Aires, Juan Bautista se reencontrará con sus padres. Ellos ya no tienen temor, según su hijo.

Convocan a la cena: 7.30 pm. Pedro Chain, de 23 años, mira el cielo. Nació una brigada aérea en Reconquista, Santa Fe. A sus dos años, trasladaron a su padre a la base de El Palomar. Allí había un jardín de infantes, Rinconcito Aeronáutico, donde le enseñaron a hacer avioncitos de papel y, después, a ver los de verdad.

“Recuerdo el primer espectáculo de acrobacias aéreas al que me llevaron mis maestras. Se llamaba Escuadrilla Cruz del Sur. Hacían giros, entrecruzamientos, despedían estelas de humo, trazaban dibujos en el aire”, evoca. Pedro es hoy primer promedio de la Fuerza Aérea. “Mis héroes son los 55 de Malvinas (miembros de la fuerza que cayeron en la guerra). Conocemos sus nombres, apellidos, el día que salieron a combatir, cómo y dónde cayeron. Siempre los honramos.”

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