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Domingo 22 de diciembre de 2019
Las autoras argentinas premiadas en el mundo eligen sus libros del año (una es entrerriana)
SelvaAlmada

Acá, en su país, ya eran leídas y admiradas. Pero este año, en un movimiento simultáneo que las tiene como protagonistas, ganaron visibilidad en el mundo y algunos de los reconocimientos más importantes a nivel global, al punto de que se habla de un nuevo “boom” literario de las argentinas. Así lo consignó, por ejemplo, el diario El País de España, que le dedicó una nota al tema: “El rotundo reconocimiento a escritoras del país sudamericano con varios galardones internacionales no confirma una corriente, pero sí un conjunto de calidades”, dejó constancia el medio. 

Ellas son Claudia Piñeiro (Burzaco, 1960), que inició el año de premiaciones con el Pepe Carvalho que concede BCNegra -y antes habían recibido autores como Petros Márkaris, Andrea Camilleri, Dennis Lehane o James Ellroy-; Leila Guerriero (Junín, 1967) vencedora del Manuel Vázquez Montalbán; Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) que se alzó con el Herralde de Novela por Nuestra parte de noche (Anagrama); Selva Almada (Entre Ríos, 1973), que obtuvo el premio de la Feria Internacional del Libro de Edimburgo por El viento que arrasa (publicado por Mardulce en 2012 y que ahora se tradujo al inglés). Luisa Valenzuela?, que además dirige el Centro PEN Argentina, se convirtió en la primera mujer en ganar el Carlos Fuentes, que entregan la Secretaría de Cultura de México y la universidad nacional de ese país.

¿Pero qué eligen leer ellas, las autoras? ¿Y qué las deslumbró este año? Les pedimos que optaran por uno o más títulos que las hayan conmovido durante el 2019 y sus razones. He aquí sus respectivas elecciones:

Luisa Valenzuela

El libro que elijo hoy no es un libro literario, en apariencia es un libro de arte. Pero solo en apariencia, basta con hojearlo para captar su profunda poesía. Se trata de Mildred Burton, de Victoria Verlichak, semblanza de la misteriosa vida de una pintora atormentada, mordaz, sensible, apasionada, delirante, según vamos descubriendo con el correr de las páginas y con cada cuadro que nos detenemos a observar. Cuadros que son un cuento en sí, la desbordada imaginación puesta en acto con una muy rica dosis de perversión poética.

Muchos son los adjetivos necesarios para encuadrar una obra que parecería escurrírsenos entre los dedos de puro vital. Victoria Verlichak así lo comprende, y con verdadero estilo y conocimiento nos va dibujando los repliegues de la vida, digamos, pública de la artista. Un misterio, en verdad, porque la multifacética Mildred Burton sabía muy bien ocultarse tras su producción en la cual ella misma se incluía, como una obra más, caracterizándose y actuando. Metamorfosis que se adecuaban a las circunstancias que el nutrido texto despliega mientras intenta responder las preguntas que su autora se plantea: “¿Cuándo y cómo fue que esta notable artista decidió extender tantos elementos de ficción a su propia biografía, que cambiaba y recreaba según la coyuntura? ¿Cuándo comenzó a negarse a distinguir la observación de la imaginación? ¿Cuándo emprendió el proceso de reinvención de su persona? ¿Cuándo perfeccionó sus teatrales presentaciones y sentidas apariciones?” Publicado gracias a la ley de mecenazgo, este libro es un excelente ejemplo de algo deseado hoy por todas: que los nombres de nuestras creadoras excepcionales no sean devorados por el olvido.

Claudia Piñeiro

Para los distraídos, Vikinga Bonsai (Eterna Cadencia) de Ana Ojeda puede haber pasado como la primera novela en lenguaje inclusivo. Pero la ruptura que hace la autora, no solo con el lenguaje sino con el estado de las cosas y con la tradición literaria, es brutal. Porque Ojeda no se limita a utilizar la “e” para determinar un uso no binario del leguaje, va más allá: en su novela, el lenguaje se expande y se condensa permanentemente. Como en “El aleph”, en el que Borges se da el lujo de incluir todo lo imaginable y más, Ojeda nos sumerge en un universo sonoro infinito. La novela “suena” y al hacerlo golpea. También te hace reír a carcajadas, pero para luego decir “¿cómo me estoy riendo de esta barbaridad?”. 

Un grupo de amigas muy particular se tiene que hacer cargo de un niño cuya madre acaba de morir, ella es una de las integrantes de esa hermandad entre mujeres que hoy nos resulta natural e imprescindible. El niño tiene padre, “Maridito” o “el pelotudazo” según corresponda, pero está en el monte paraguayo sin señal. Y las amigas de su madre bien saben que si esperan a que ese hombre conecte el niño quedará desamparado, así que se hacen cargo.

Para contar esta historia, que parece simple y no lo es, Ana Ojeda echa mano a distintos idiomas y usos del lenguaje: lunfardo, inclusivo, castellano, italiano, inglés, alemán, convenciones del hashtag y las redes, y muchos más. Tal vez, la intención sea marcar que las mujeres estamos obligadas a entender y hablar todos esos lenguajes para que nos escuchen. Un punto más a destacar: como inicio de la novela, la autora, que bien sabe del armado de la tradición literaria en la Argentina, eligió arrancar con un grito, “¡Sombra terrible de Fecunda, voy a evocarte ( … )!“. Y si algún distraído o distraída cree que es un error de tipeo y donde dice Fecunda debió decir Facundo, no, no, justamente de eso se trata.

Leila Guerriero

"La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre. Nosotros la llamamos abuela. La gente la llama la Bruja. Ella nos llama “hijos de perra”. La abuela es menuda y flaca. Lleva una pañoleta negra en la cabeza. Su ropa es gris oscuro. Lleva unos zapatos militares viejos. Cuando hace buen tiempo va descalza. Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. Ya no tiene dientes, al menos que se vean. La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de la pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de casa”. Así comienza la primera novela de la trilogía formada por El gran cuaderno (1986), La Prueba (1988) y La tercera mentira (1991), de la escritora húngara Agota Kristof , publicada este año bajo el título Claus y Lucas por Libros del Asteroide. Kristof se exilió en 1956 en Suiza, cuando se produjo la invasión soviética de su país, y vivió allí hasta su muerte, en 2011. La trilogía, narrada con estilo preciso y ascético, cuenta la historia de Claus y Lucas, dos niños que, dejados por su madre al cuidado de su abuela, se forjan en un país arrasado por la guerra y devienen, a la vez, víctimas y verdugos. Con recursos narrativos asombrosos, cambiando el punto de vista y la voz del narrador en cada una de las novelas, Kristof construyó un clásico contemporáneo escalofriante y cruel.

Mariana Enríquez

“Mis libros del año no son los que necesariamente se editaron en 2019 pero sí leí bastantes novedades y textos de autores contemporáneos. Algunos: en no ficción me gustó mucho Primera persona, de Margarita García Robayo, por su prosa elegante, su falta total de autocompasión y nulo sentimentalismo. Las malas, de Camila Sosa Villada, por su potencia política y literaria, un manifiesto lleno de belleza y melancolía sobre la resistencia, la furia y la fiesta travesti. La novela Temporada de huracanes de Fernanda Melchor me pareció poderosísima y oscura: usa el lenguaje con ferocidad. Nefando, de Mónica Ojeda, es una novela arriesgada y por momentos insoportable (en el buen sentido): me encantó. La luz negra de María Gainza es una mezcla brillante de sofisticación y desamparo. Algunos favoritos no traducidos aún: The Heavens, de Sandra Newman, una novela de ciencia ficción y viaje en el tiempo (va a la Inglaterra isabelina) exquisita, muy rara, triste y diferente; también Homesick For Another World, de Otessa Mossfegh, la mejor colección de cuentos que leí en mucho tiempo.

En horror y fantasía, me encantaron Growing Things, de Paul Tremblay, (uno de mis escritores jóvenes favoritos), Arcano 13 de Pilar Pedraza (ella es una bomba) y me alegró muchísimo la edición local de Buscando a Jake, cuentos de uno de mis escritores favoritos, el inglés China Miéville. Este año también releí bastante y mis relecturas favoritas fueron Ulysses de James Joyce –lo leí en un mes, durante noviembre, en un minichallenge de Twitter y fue genial, como un sueño-- y Jean Rhys en general, una escritora que hay que rescatar urgente: creo que subrayé cada página de Buenos días, medianoche. Poetas favoritos de este año: Anne Carson, José Watanabe, W. B. Yeats, siempre Keats, Ada Limón (gran descubrimiento de 2019), Martín Rodríguez y Louise Glück.

Selva Almada

En 2013 Natalia Rodríguez Simón publicó su primera novela, La vi mutar (Wuwei) y ya había llamado la atención con una voz preciosa y personal. Este año apareció Era tan oscuro el monte (Mardulce), una novela violenta y desoladora que comienza con una imagen brutal: una mujer golpeada, violada y con la boca rota, sin sus dientes; una beba que llora. La boca vacía de esa mujer es oscura y húmeda como una cueva. Igual que el pequeño local donde tiene su negocio, una verdulería de barrio, donde también vive. La mujer que se arrastra y la beba que brama pidiendo teta no tienen nombre o, mejor dicho, nunca se las nombrará de otro modo que en relación a un hombre: ella es “su mujercita”; la beba “su wawa”.   

En este universo las mujeres trabajan pero mandan los varones; la extranjería los vuelve a todos de algún modo parientes, hermanos, pero los lazos son endebles y se cortan siempre por lo más delgado. No hay solidaridad si no media un alquiler, una paga, algo. Ni sororidad que dure cuando a una le tocan a su hombre, sea marido o hijo. Sin embargo, esa dureza está soterrada por la belleza del lenguaje con que está escrita. Cada frase, cada imagen, cada palabra parece haber sido elegida cuidadosamente. Natalia Rodríguez Simón parece haber escarbado en ese mundo hostil en el que se mueven los personajes, donde todo es aguas servidas, calor, polvillo de obra en construcción, sudor, cuerpos rancios pasados de alcohol, colchones hedientos de sexo, parece haber escarbado hasta encontrar las palabras más brillantes para narrarlo. Su escritura encandila. Cada palabra tiene el peso que tiene que tener y está puesta en el sitio exacto donde tiene que estar. Era tan oscuro el monte es una novela triste y hermosa. Una termina la lectura con la sensación de haber atravesado descalza un campo de vidrios rotos: duelen los pies lastimados al mismo tiempo que deslumbra el brillo de la herida.

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