Todos los deportes, en los que el juego permite la violencia
física sobre el adversario, tienen reglas estrictas sobre el punto. El rugby es
uno de ellos y el cumplimiento de estas reglas debe imponerse sin reticencias,
así como se lo ha hecho con la autoridad del árbitro.
La naturaleza de su juego admite una violencia limitada
racionalmente a la finalidad deportiva de cada jugada. Los excesos son
castigados por infracción a las reglas, pero si esa violencia se ejecuta fuera
de la jugada, aprovechándose de sus contingencias o fuera de éstas y produce un
resultado lesivo o letal, va a ser castigada como delito.
De hecho, es lo que ocurrió en Paraná, años atrás. En 1983
Cayetano Massi, que jugaba por Inmaculada de Santa Fe contra el equipo de
Paraná Rowing, estando caído y cuando la pelota ya estaba jugándose en otro
lado, recibió una patada en la cabeza que le produjo la muerte. Se hizo el
juicio oral y fue condenado el jugador que propinó el golpe a 9 años de
prisión. En 1991, cuando realizábamos los Cursos de Capacitación para
magistrados nacionales sobre el Juicio Oral, hicimos tres simulacros de este
caso respetando las constancias del caso. Convocamos a figuras representativas
y vinculadas al rugby. José Severo Caballero, que había presidido la Corte
Suprema, Luis Darritchon y Luis Cevasco, rugbiers y penalistas, entre muchos
más. Con ellos y con magistrados que hoy lo siguen siendo, formamos equipos e
hicimos las tres simulaciones. En ninguna se absolvió al rugbier que en la vida
real había golpeado a Cayetano Massi.
La propia naturaleza del rugby hace que el respeto hacia el
adversario y la utilización contenida de la violencia sean una exigencia
inclaudicable. Sin jugadores aguerridos se pierde la fiesta, pero con jugadores
desleales se la arruina.
En los clubes se enseñan las reglas deportivas del rugby y
pareciera que, en algunos, se filtran innecesarias y peligrosas tolerancias a
lo prohibido respecto de la integridad física del adversario. Peor aún, son
entendidas y festejadas como virtudes. Aquí está el dislate. Si a los
temerarios instigadores de estas conductas no se los aparta, si se tolera la
mala fe, el desprecio por el otro y se admiten con naturalidad los excesos de
la violencia, se degrada este dignísimo deporte a una lucha callejera de
inciviles.
Los clubes no pueden tolerar que sus jugadores aparezcan
como los violentos de la noche con la fuerza que han madurado en sus
entrenamientos y que la cohesión de equipo sea el ingrediente unitivo de una
patota que lesiona y que mata. Por la gravísima culpa originada en esa cultura
que tolera la afrenta física en el juego y que con la misma naturalidad la
traslada a la vida social en la que acciona como grupo, cae una sanción social
genérica e injusta.
El rugby no es el responsable por los hechos de Villa
Gesell, pero ocurrieron con sus jugadores. Por ello, deben prevenirse desde
adentro. Los jugadores deben internalizar a rajatabla el respeto a las normas
deportivas y el uso de la violencia contenida, especialmente, cuando se
encuentran en grupo, tanto en el campo de juego y cuánto más, fuera de él.
Si a los jugadores de rugby son formados en la fortaleza del músculo, surge el deber de formarlos para la utilización respetuosa de esas potencias. Este es un deber insoslayable de entrenadores y dirigentes, que debe ser efectivamente cumplido.
(*) Artículo de opinión del abogado paranaense Julio Federik