La Argentina de las últimas décadas se parece en mucho a un
pandemónium, nombre que le diera John Milton, a la capital del Infierno en su
obra “El paraíso perdido” de 1667. A nuestro pandemónium no lo construyeron
demonios, sino nuestra inveterada clase dirigente que supo llevarnos –gestión
tras gestión, mandato tras mandato- a niveles impensados de pobreza, de
endeudamiento, de hiperinflación, de decadencia y atraso, de deterioro social e
institucional, Si algo nos faltaba, era sumarle una pandemia al pandemónium,
añadiendo a los males adquiridos, información insuficiente, concentración de
poder y restricciones al estado de derecho.
La pandemia nos arrojó al confinamiento obligatorio, y a una
situación de emergencia total. Sin Congreso operativo, sin Poder Judicial
plenamente activo, en un país que padece de híperpresidencialismo y se gobierna
ahora, casi exclusivamente, con decretos de necesidad y urgencia, resoluciones
y disposiciones administrativas, hemos consentido -con llamativa naturalidad-
que el Presidente de la Nación concentre aun más poder. Como todo desequilibrio
trae en si mismo consecuencias, la Argentina del congelamiento institucional
nos expone a nuevos peligros.
En medio de la pandemia se carece de información completa,
oportuna y veraz. La información diaria que suministran las autoridades es
parcial y no parece fiable, porque no se ha testeado masivamente a la
población. Nuestro país se ubica en el fondo de la tabla entre las naciones que
han realizado testeos intensivos en proporción a su población, ranking
-cambiante como la pandemia- que lideran Islandia, Emiratos Árabes Unidos y
Bahrein, e incluye en lugares destacados a Suiza, Noruega, Alemania, Australia,
Hong Kong, Corea del Sur, Israel y –lógicamente- a algunos de los países más
expuestos como Italia y España.
El presidente Alberto Fernández, ha sugerido que estamos en una guerra y que existe un enemigo invisible al cual combatir. Pero las guerras también imponen sacrificios. De la población que tiene que modificar hábitos, resignar ingresos, y mantenerse aislada, y del sector privado que debe sostener estructuras comerciales sin obtener entradas regulares por tratarse, en su mayoría, de actividades consideradas no esenciales. ¿Pero qué hay del esperable esfuerzo del sector publico? México, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Costa Rica -entre otros-, dispusieron congelamientos o quitas a los salarios más altos de la dirigencia o la administración pública, demostrando que la decisión no distingue dimensiones o ideologías.
Muchas provincias -e incluso municipios- han decidido llevar
adelante recortes de ingresos al personal del sector público, para ser
destinados a sostener el combate contra la enfermedad: Córdoba, Misiones, San
Juan, Salta, Mendoza, La Rioja, Tucumán, Salta, Santa Fe, Jujuy y Entre Ríos,
han implementado algún tipo de mecanismo a través de decisiones administrativas
o personales.
En algunos casos, las medidas han quedado reducidas a un
mero -aunque no menos valioso- gesto de ejemplaridad, como ocurre con algunos
diputados, senadores, y los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, sin que alcance para conformar un compromiso generalizado. En tal
sentido, existe una propuesta de senadores de la oposición, presentada bajo el
titulo de “esfuerzo colectivo integral”, que propicia un recorte porcentual y
temporal en los sueldos jerárquicos de los poderes Ejecutivo, Legislativo y
Judicial, a fin de crear un fondo nacional para la gestión de la pandemia.
El presidente Alberto Fernández ha manifestado su abierta
oposición a la idea y hasta el gobernador de la Provincia de Buenos Aires la
desacreditó con fundamento en los altos niveles de aprobación ciudadanía que
tendría el gobierno por el manejo de la situación. Mientras desde el poder se
discute un impuesto extraordinario a las “grandes fortunas”, las expresiones
del senador Nacional Carlos Caserio –con motivo del debate de la Ley de
Solidaridad Social- acerca de que “la clase política no es la que hace
esfuerzos” recobran vigor y actualidad.
La pandemia agravará la situación del pandemónium anterior
pero no será su razón, aunque sirva de justificación para quienes gobiernan.
Pero el mayor riesgo estará en la fatiga democrática, en la tentación de echar
mano a ciertas formas de autoritarismo, y a que determinados rasgos de la
excepcionalidad se enquisten en la vida cotidiana.
La fascinación de ejercer un control sobre la sociedad, aprovechando la pandemia y la eventual extensión de la emergencia, podría provocar injustificados avances sobre las libertades individuales, en un gobierno que ha preferido testear el pensamiento de las personas y no el virus en ellas.
El ciber patrullaje de las redes sociales (de Bullrich o
Frederic) insuficientemente regulado, podría llevar a restricciones a la
libertad de expresión, al uso inadecuado de datos personales, y a la
posibilidad de “generar” casos para aleccionar a la ciudadanía. En una
situación de emergencia, las medidas adoptadas deber ser necesarias,
proporcionales y limitadas en el tiempo. Intervencionismo acotado,
transparencia en las contrataciones, amplios y estrictos controles, adecuadas
competencias, y plena vigencia de las garantías constitucionales, resultan
cruciales en estas horas en que la calidad institucional importa y mucho.
La situación de anormalidad entraña también un riesgo. Las sociedades en emergencia suelen ser manipulables y vulnerables. El coronavirus no sólo pondrá en jaque la salud de la ciudadanía, sino -y mas grave- la salud de la democracia y de nuestra república. Salir del pandemónium, o profundizarlo, dependerá de nosotros.