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Viernes 04 de diciembre de 2020
La pelota, alta en el cielo (referencia a escritor entrerriano)
Maradona

Los días previos al comienzo del Mundial de Francia, allá por 1998, el diario Libération sacó un especial en el que un escritor de cada país participante contaba su relación con el fútbol. Uno de ellos era el filósofo italiano Toni Negri, que explicaba porqué le había resultado natural convertirse en hincha del Milan: su clásico antagonista de la ciudad, según decía, el Inter, era el equipo de la patronal. Curiosamente en esos años el club de los amores de Negri, a pesar del eficaz celo dialéctico que ponía en su argumento, estaba (¡oh, contradicción!) en manos de Silvio Berlusconi.

¿A quién le tocó el apartado argentino en esa Copa, la primera que, después de cuatro ediciones, no tenía en las filas de la selección a Diego Maradona? A ningún escritor conocido por sus arrebatos futbolísticos. El elegido, tal vez porque vivía en Francia hacía tiempo y estaba a mano, fue Arnaldo Calveyra, uno de los poetas argentinos más secretos y extraordinarios que se conozcan.

La mayoría de los convocados se dedicaron a discurrir sobre pasiones más o menos previsibles. Calveyra, con el recuerdo de su infancia entrerriana bajo el brazo, se dedicó a describir en cambio una pelota que subía y bajaba, como flotando, entre las copas de los árboles. Su reminiscencia contrastaba a tal punto con las demás -no había, que yo recuerde, la menor referencia a equipos, gambetas ni nada en ese estilo- que parecía un pedazo de cielo perdido entre remanidas palabras terrenales. Para un entusiasta clásico del fútbol su falta de anécdota habrá resultado desconcertante. Digamos que era una obra maestra en el lugar equivocado. Pasado tanto tiempo, contra todo, cobra de pronto otra luz, como si Calveyra hubiera querido señalarnos que en ese lanzamiento a las alturas se escondía una felicidad mucho más primigenia que el agonismo de la competencia.

Pocas veces debe haber ocurrido como en el adiós inesperado a Maradona que la casi unanimidad del homenaje estuviera teñida, según el altavoz con que se hablara, de la más discordante variedad. En la marea hagiográfica que sucedió al shock de la desaparición, de pronto el diez fue rememorado como genio futbolístico o figura popular, pero también como as en toda clase de terrenos extradeportivos, del canto al ingenio verbal y los posicionamientos políticos. Más que mítico -un término engañoso, porque la particularidad etimológica de los mitos es justamente que no existen-, podría decirse que Maradona es, para bien más que para mal, novelesco.

Hubo millares de semblanzas del individuo y del jugador. Una de las más sencillas y genuinas fue la de Gary Lineker, el delantero de aquel equipo inglés que cayó derrotado en México por la doble instancia maradoniana. "Tuvo una vida bendecida, pero complicada", lo despidió en Twitter, apenas supo de la noticia. Después, en un set televisivo, confesó admirativamente que en el segundo y famoso gol fue cuando más cerca estuvo de aplaudir a un rival durante un partido. La proeza de Maradona, recordó, fue mayor todavía por el calamitoso césped de la cancha. El momento inolvidable, de todos modos, al menos para mí, fue cuando Lineker se puso de pie para ejemplificar en qué consistía la habilidad del argentino. No recurrió a ninguna jugada conocida. Solo grafico cómo en el círculo central, antes de un amistoso, Maradona se dedicó a patear la pelota al cielo una y otra vez, a una altura incalculable. Lo hizo, agregó Lineker todavía estupefacto, trece veces consecutivas, sin moverse casi de lugar. De vuelta en su club, él y sus compañeros trataron de imitarlo en un entrenamiento: no pasaron de tres. Maradona fue muchos, pero pocas cosas lo reivindican tanto como que, en el momento de mayor estrellato y a pesar del ajetreo de sus demonios personales, siguiera guardando dentro esa feliz gratuidad, porque sí, que tanto se parece a la redonda alegría que Calveyra supo poner en palabras y la gran mayoría de los mortales sintió de chico aunque más no fuera una sola, efímera vez.

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